Los sacerdotes que “abusaron” de mí
Cuidémonos gravemente de tratar con ellos
Cuando era muy niño, sin tener conciencia, sin libertad, sin poderme defender, uno de ellos me hizo hijo de Dios, heredero de la vida eterna, templo del Espíritu Santo y miembro de la Iglesia; nunca podré perdonarle haberme hecho tanto bien.
Otro insistió, durante mis años tiernos, en inculcarme, violentando mi voluntad, el respeto por el Nombre de Dios, la necesidad absoluta de la oración diaria, la obediencia y la reverencia a mis padres, el amor por mi patria y un largo etcétera; me enseñó la utopía de no mentir, de no robar, de no hablar mal de otros, de perdonar y de todas esas cosas que nos hacen tan mojigatos y ridículos.
Otro apareció diciendo que el Espíritu Santo debía venir a completar la obra comenzada en el Bautismo; que me harían falta sus dones y sus frutos, que ya era hora de que viniera en mi ayuda aquel que me haría defender la fe, como un soldado. ¡Qué osadía hablar en términos tan bélicos! Hizo en esa época que cuidara mi alma de las del mundo, que fuera noble, leal y honesto.
Otro abusó dándome libros para leer, pues no le bastaban sus consejos, que hacían poner la mirada en la eternidad y vivir como extraños aquí, en la tierra. ¿Quién sacará ahora de mi cabeza los cuatro evangelios?, ¿Las glorias de María, de san Alfonso?, ¿La imitación de Cristo, de Tomás de Kempis?, ¿las Confesiones, de san Agustín?, ¿las Moradas, de santa Teresa? ¿Quién será capaz de curarme de todos esos tesoros que me marcaron para siempre?
Otro abusó de mi ignorancia enseñándome cosas que no sabía; otro no hablaba, pero su vida virtuosa me inclinaba cada vez más a imitarlo. Hubo algunos que se aprovecharon de mí en momentos inesperados y me corrigieron, me alentaron y hasta rezaron por mí.
Otros, cuando yo ya estaba en un círculo del cual no podía salir, se empecinaron con mi naturaleza caída y me incitaron a recibir a Jesucristo en su Cuerpo y Sangre para resistir los embates del enemigo, para fortalecer mi flaqueza y santificarme cada día más. Aunque, para aquel que lea esta denuncia le parezca que esto ya es demasiado y que más bien no se puede hacer, les digo que los abusos siguieron en aumento y que todo pasó a mayores: cada vez que conocía a un sacerdote, se aprovechaba de mí con renovados métodos, tales como reliquias, estampas, agua bendita, rosarios, bendiciones y oraciones de todo tipo, armaban una cárcel de tremendos beneficios que llegaron al límite de lo soportable.
Quiero dejar claro esta injusticia llena de perversidad y que atiendan a mi reclamo en esta denuncia, porque sé que algunos de ellos me estarán esperando para seguir con esta iniquidad, sentado en un confesonario o al lado de mi cama cuando esté moribundo y que, aunque desaparezca, seguirán abusando con sufragios por mi alma y súplicas de misericordia.
Quiero que se sumen a mi voz todos aquellos que han sido víctimas de estos atropellos y se han sentido ultrajados por estas personas, pues sé que a otros los han unido en matrimonio, a otros le descubrieron su vocación, a otros hasta llegaron a ayudarlos materialmente o guardaron con llave en su corazón para siempre secretos tremendos de sus miserias humanas.
Cuidémonos gravemente de tratar con ellos, no les demos nuestros datos, no los miremos a los ojos, no les consultemos absolutamente nada, no sigamos ninguno de sus pasos, pues corremos el riesgo, un día, de caer en sus trampas y salvarnos eternamente.
Cuidémonos gravemente de tratar con ellos
Cuando era muy niño, sin tener conciencia, sin libertad, sin poderme defender, uno de ellos me hizo hijo de Dios, heredero de la vida eterna, templo del Espíritu Santo y miembro de la Iglesia; nunca podré perdonarle haberme hecho tanto bien.
Otro insistió, durante mis años tiernos, en inculcarme, violentando mi voluntad, el respeto por el Nombre de Dios, la necesidad absoluta de la oración diaria, la obediencia y la reverencia a mis padres, el amor por mi patria y un largo etcétera; me enseñó la utopía de no mentir, de no robar, de no hablar mal de otros, de perdonar y de todas esas cosas que nos hacen tan mojigatos y ridículos.
Otro apareció diciendo que el Espíritu Santo debía venir a completar la obra comenzada en el Bautismo; que me harían falta sus dones y sus frutos, que ya era hora de que viniera en mi ayuda aquel que me haría defender la fe, como un soldado. ¡Qué osadía hablar en términos tan bélicos! Hizo en esa época que cuidara mi alma de las del mundo, que fuera noble, leal y honesto.
Otro abusó dándome libros para leer, pues no le bastaban sus consejos, que hacían poner la mirada en la eternidad y vivir como extraños aquí, en la tierra. ¿Quién sacará ahora de mi cabeza los cuatro evangelios?, ¿Las glorias de María, de san Alfonso?, ¿La imitación de Cristo, de Tomás de Kempis?, ¿las Confesiones, de san Agustín?, ¿las Moradas, de santa Teresa? ¿Quién será capaz de curarme de todos esos tesoros que me marcaron para siempre?
Otro abusó de mi ignorancia enseñándome cosas que no sabía; otro no hablaba, pero su vida virtuosa me inclinaba cada vez más a imitarlo. Hubo algunos que se aprovecharon de mí en momentos inesperados y me corrigieron, me alentaron y hasta rezaron por mí.
Otros, cuando yo ya estaba en un círculo del cual no podía salir, se empecinaron con mi naturaleza caída y me incitaron a recibir a Jesucristo en su Cuerpo y Sangre para resistir los embates del enemigo, para fortalecer mi flaqueza y santificarme cada día más. Aunque, para aquel que lea esta denuncia le parezca que esto ya es demasiado y que más bien no se puede hacer, les digo que los abusos siguieron en aumento y que todo pasó a mayores: cada vez que conocía a un sacerdote, se aprovechaba de mí con renovados métodos, tales como reliquias, estampas, agua bendita, rosarios, bendiciones y oraciones de todo tipo, armaban una cárcel de tremendos beneficios que llegaron al límite de lo soportable.
Quiero dejar claro esta injusticia llena de perversidad y que atiendan a mi reclamo en esta denuncia, porque sé que algunos de ellos me estarán esperando para seguir con esta iniquidad, sentado en un confesonario o al lado de mi cama cuando esté moribundo y que, aunque desaparezca, seguirán abusando con sufragios por mi alma y súplicas de misericordia.
Quiero que se sumen a mi voz todos aquellos que han sido víctimas de estos atropellos y se han sentido ultrajados por estas personas, pues sé que a otros los han unido en matrimonio, a otros le descubrieron su vocación, a otros hasta llegaron a ayudarlos materialmente o guardaron con llave en su corazón para siempre secretos tremendos de sus miserias humanas.
Cuidémonos gravemente de tratar con ellos, no les demos nuestros datos, no los miremos a los ojos, no les consultemos absolutamente nada, no sigamos ninguno de sus pasos, pues corremos el riesgo, un día, de caer en sus trampas y salvarnos eternamente.