Así he querido titular esta noticia en el blog, porque así se expresa ella. Hoy he leído esta noticia, y no quería resistir a escribirla, trasmitirla y que todos los que podáis la conocierais, porque es una bendición de Dios.
No conozco a Alicia, pero la admito por su valentía (como la de otras muchas mujeres que en un mundo secularizado, dejan todo por Amor a Dios). Quizás muchos no lo entiendan, pero da igual. Ahí está el testimonio, que entendiéndolo o no, hace pensar y -a mi por lo menos-, hace elevar el corazón en acción de gracias. Leela y si te parece escribe tu comentario. Un saludo.
(Noticia del Semanario Alba. La firma Luis Losada).
Es mi sobrina y no debería escribir este reportaje. Pero después de lo de Iker y Carbonero, creo que estaré disculpado. La historia es bonita, pero no fácil. Un streaptease espiritual en el que no se siente cómoda. Si lo hace, es por dar testimonio de las grandezas que Dios es capaz de hacer con los que se dejan.
Todo comienza en el verano de 2007.
Alicia Losada viajaba a Roma al encuentro organizado por la diócesis de Madrid con el Papa. Ahí escuchó el “No tengáis miedo” de Juan Pablo II. Alicia se lo tomó en serio. “¿A qué tengo miedo si todo me va bien?” Familia ordenada, colegio con vocación de educar, amigos de la parroquia de Caná. “Tenía miedo a tratarle, a que me pidiera algo que no quisiera darle”, relata.
Ahí quedó la inquietud. No le contó nada a nadie. Tan sólo a su director espiritual, don Nicolás. ¿Qué te dijo? “Que me lo tomara con calma y que rezara”. ¿Qué hiciste? “Compuse una canción y pasé”. En parte porque Alicia estaba empeñada en demostrar al mundo que se podía ser una católica con vida de piedad intensa, oración y misa diaria y no ser monja. Alicia va a misa y reza a diario. “Rezar es como estar con tu novio; me encanta”. ¿Y la misa? “La necesito; es como si un día no comes, estás anémico, irascible, falto de fuerzas; a mí me pasa lo mismo con la misa”.
La muerte de Álvaro Ussía
Con el empeño de demostrar al mundo que se puede ser piadosa y no ser monja vivió hasta el verano siguiente: encuentro con el Papa en Sydney. “¿Y por qué no?”, se preguntó. “Me dije, vale, pues sí, me lo puedo plantear”.
Al regreso habló con su madre y le planteó por vez primera su vocación. “¿No será que estás huyendo de los hombres?”. Pregunta obligada que a Alicia no le sentó nada bien. Había tenido experiencias no positivas, “pero no tenía nada que ver”. Alicia esperaba una felicitación y se encontró con la prudencia materna, así que acudió a su cura. ¿Qué te dijo? “Tranquilidad y que rezara”.
Comienza 2º de Bachillerato, último curso de colegio. Año clave y de mal recuerdo para Alicia. Sufrió el estrés emocional de la muerte de su compañero Álvaro Ussía, cayó enferma, y los resultados académicos no la acompañaron. Y sobre todo, tenía que resolver su incógnita, porque dependiendo de su decisión, estudiaría una cosa u otra. La tensión de la encrucijada. “¿Cómo se sabe lo que Dios quiere de ti?”, se preguntaba.
Durante el curso cayó en sus manos la frase de la madre Teresa: “No importa lo que hagas, sino el amor con que lo hagas”. En Reyes le regalaron un libro de la madre y una chica la llevaría a uno de los hogares de las Misioneras de la Caridad. “Igual es una señal”, se dijo. El cura, lo de siempre: que rezara.
Rezaba, pero no venía. Así que, cansada, decidió lanzarle un reto al Señor. “Si quieres que me meta monja, dímelo, que yo me meto, sin ningún problema. Pero dímelo claro, escríbeme una carta”. No hubo carta, aunque sí algo parecido. Don Nicolás le regaló Camino. “Me enamoré de Él; fue mi carta; fue como descubrir un cachito de Cielo, sólo quiero a Dios”.
Tomada la decisión y tras las pistas de madre Teresa, fue a preguntar a las hermanas. No le terminó de convencer. En primer lugar, porque tenía que dejar de estudiar. “Me siento más útil si tengo formación que si no la tengo”.
Sonreír todo el día
Asunto descartado. ¿Y ahora? Dios no deja nunca sin su carta. Un día de ese verano la familia fue a misa de nueve a Caná. Ahí conoció a las monjas de las Hijas de Santa María del Corazón de Jesús, también conocidas como ‘café con leche’ por el color de su hábito. Durante el curso comenzó a ir a sus retiros y les empezó a coger gusto a pesar de que ella quería dedicarse a cuidar enfermos y las ‘café con leche’ no tenían enfermos. La decisión seguía sin tomarse y el cura le recomendaba que siguiera rezando hasta estar segura. Acabó estándolo, porque como ella dice, “la oración funciona”. A principios de noviembre decidió decírselo a sus padres. Planeó la estrategia. “Tenía que hacerlo bien, soy la hija mayor, la única hija, había que explicarlo bien y buscar el momento”. No le salió muy bien. Como es lógico, sus padres empezaron a preguntar dónde, cuándo, por qué... Preguntas para las que Alicia no tenía respuesta y que encendieron la preocupación de sus padres hasta que don Nicolás -testigo fiel y puntual de la historia- les tranquilizó: va en serio y las monjas son serias.
¿Sientes que renuncias a algo? “Dejas tu vida, tus amigos, tu familia para darte a los demás”. A Alicia lo que le impone es cortar con su vida. La pobreza no le preocupa. Tampoco la obediencia. ¿Y si tu jefa es obstinada, tiene manías, es ineficiente? “Da igual, pero sonríen todo el día”. ¿Y la castidad? “Es fácil”. ¿Y renunciar al sexo? “Yo no lo veo como un problema. ¡Es que le entrego mi virginidad a Dios!”. ¿Y nostalgia de fundar una familia? “Es que me veo más feliz de monja que de casada; quiero casarme con Dios, no me cabe otra posibilidad”.
En todo caso, ¿esto es un noviazgo o es un matrimonio; o sea, es definitivo? “Sí, es un noviazgo; si veo que no es lo mío, rectifico y busco mi camino, aunque creo que no me he equivocado”. Alicia afirma que las ‘café con leche’ son su vocación. Pero ¿te apetece?, ¿es atractivo humanamente? “Yo siempre le pedía Dios que me diera hermanas y sólo he tenido hermanos; ahora resulta que voy a tener 160 hermanas; Dios siempre responde”. Además, concluye que cada madre de Galapagar “es un cachito de Cielo, se respira amor por todas partes y, sobre todo, ellas siempre sonríen: yo también quiero”.
jueves, 19 de agosto de 2010
viernes, 13 de agosto de 2010
Aunque no te entiendan
"¿Qué no te entienden? Pues que te estudien o que te dejen: no has de rebajar tu alma a sus entendederas. Y sobre todo, en amarnos y no en entendernos sin amarnos, estriba la verdadera vida..."
Leí hace unos días esta frase, escrita en un cuadro de una muy buena pintora. Me encantó, y tuve la oportunidad de decírselo a ella porque la conozco.
Estas palabras están llenas de sabiduría, y se nota que han sido pensadas, meditados, saboreadas como se saborea un buen vino...
La verdadera vida está ahí en llegar a amarnos sin entendernos ¡qué difícil, pero cuanto bien hace esto!
Ya ha salido con frecuencia en este blog: la clave de muchas de las cosas que no entendemos, está en el amor, cuando hay amor (mejor Amor con mayúscula) las cosas se aceptan, aunque uno no las entienda; lo hombres hemos aprendido a vivir sin entendernos nada, pero amando de verdad, como El que nos perdonó, nos amó, se compadeció, y se compadece de nosotros, aunque no le demos facilidad para entendernos.
PD. Por cierto, acabo de comenzar otro blog, que ya está activado. El enlace es
Un saludo.
domingo, 8 de agosto de 2010
Madre
Estos días de vacaciones y descanso he podido estar un poco más con mi madre (sigo diciendo que "Madre no hay más una").
Han sido unos días estupendos en los que hemos convivido juntos (por mi trabajo esto no es posible), y he vuelto a comprobar -nunca lo había olvidado- el valor de una madre, hasta en las cosas más pequeñas, por ejemplo que tu madre esté dispuesta a lavarte la ropa, y a hacerlo encantada.
Parece una tontería, pero a mi me ha resultado gratificante ver cómo mi madre se afanaba encantada en pasar por la lavadora, tender y planchar las camisas, calcetines, etc. ¿Una pequeña cosa? Sí, pero que hace valorar mucho más lo que significa que tienes una madre, quizás viviendo lejos, pero muy unida a ti (estoy seguro que mi madre piensa y reza cada día por cada uno de sus hijos, nietos y bisnietos).
Estaba en este pensamiento cuando me encontré con una poesía de Santa Teresita de Jesús dedicado a la Virgen (te aseguro que no la conocía), y que me ha ayudado estos días a hacer oración. Te pongo las dos primeras estrofas. Felices vacaciones y un saludo.
1. Cantar, Madre, quisiera
por qué te amo .
Por qué tu dulce nombre
me hace saltar de gozo
el corazón,
y por qué el pensamiento de tu suma grandeza
a mi alma no puede inspirarle temor.
Si yo te contemplase en tu sublime gloria,
muy más brillante sola
que la gloria de todos los elegidos juntos,.
no podría creer que soy tu hija,
María, en tu presencia bajaría los ojos...
2. Para que una hija pueda a su madre querer,
es necesario que ésta sepa llorar con ella,
que con ella comparta sus penas y dolores.
¡Oh dulce Reina mía,
cuántas y amargas lágrimas lloraste en el destierro
para ganar mi corazón, ¡oh Reina!
Meditando tu vida
tal como la describe el Evangelio,
yo me atrevo a mirarte y hasta a acercarme a ti.
No me cuesta creer que soy tu hija,
cuando veo que mueres,
cuando veo que sufres
como yo
1. Cantar, Madre, quisiera
por qué te amo .
Por qué tu dulce nombre
me hace saltar de gozo
el corazón,
y por qué el pensamiento de tu suma grandeza
a mi alma no puede inspirarle temor.
Si yo te contemplase en tu sublime gloria,
muy más brillante sola
que la gloria de todos los elegidos juntos,.
no podría creer que soy tu hija,
María, en tu presencia bajaría los ojos...
2. Para que una hija pueda a su madre querer,
es necesario que ésta sepa llorar con ella,
que con ella comparta sus penas y dolores.
¡Oh dulce Reina mía,
cuántas y amargas lágrimas lloraste en el destierro
para ganar mi corazón, ¡oh Reina!
Meditando tu vida
tal como la describe el Evangelio,
yo me atrevo a mirarte y hasta a acercarme a ti.
No me cuesta creer que soy tu hija,
cuando veo que mueres,
cuando veo que sufres
como yo
martes, 3 de agosto de 2010
Católicos acomplejados
Leía hace unos días el artículo que adjunto y me gustó mucho. Conozco desde hace años a Pablo Cabellos, y he leído con frecuencia sus artículos y escritos. Pienso que acierta de lleno, que da en el clavo de lo que nos pasa a muchos cristianos, que un poco acomplejados estamos por la situación en la que vivimos, y que nos falta ese “santo orgullo” de defender y vivir plenamente, radicalmente lo que creemos.
El cristianismo no es una «religión del libro», sino la religión de la Palabra de Dios, «no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo», como afirmó san Bernardo.
Ruego disculpas por titular negativamente. Sólo es un intento de recabar la atención del lector. Es negativo, pero existe hoy día un catolicismo vergonzante, poco valiente, trufado de relativismo, deslumbrado por la ciencia experimental que en ocasiones sólo es base de una teoría no demostrada; dudoso de si trata de vivir algo bueno pero aburridísimo; y arrinconado por un laicismo rampante y viejo, aunque expuesto como dogma imprescindible para la convivencia democrática. Algunos han logrado que en bastantes ambientes no se mencione a Dios ni para despedirse, ni se hable de las preguntas fundamentales en torno al hombre -de dónde vengo, adónde voy, el más allá, la muerte, el sentido de la vida-; muchos se han convencido con el pensamiento de que el cristiano no debe imponer sus ideas -cosa bien cierta-, pero aceptan como obligatorias las anticristianas, que acabamos viendo como lo moderno. Desean ser razonables, pero esconden a Dios o lo pretenden con cabida en sus mentes y actuando como ellos decidan. Nos citan a Galileo y nos callan.
Es imposible abarcar lo que nos acompleja; lo escrito anteriormente son unas pinceladas de lo que podríamos llamar el secuestro de Dios incluso en las mentes y vidas cristianas. Somos prisioneros de unos tópicos bien manejados y con algún fundamento en comportamientos inadecuados para un seguidor de Cristo, pero que en modo alguno invalidan su doctrina ni modo de ser. Podríamos preguntarnos qué es ser católico y cómo se debe mostrar; ir a buscar nuestra quintaesencia y no quitarle ni un pelo por más que seamos débiles. Frágiles, sí, pero sabiendo lo que somos y lo que hemos de vivir, aunque hayamos de rectificar en muchas ocasiones.
Como es sabido, las fuentes de lo revelado por Dios al hombre -ahí se contiene lo que somos- son la Sagrada Escritura y la Tradición custodiadas por el Magisterio de la Iglesia. Lo que Dios ha manifestado de Sí mismo, del hombre y de su destino está en esos dos manantiales, con el natural cuidado de la Providencia para evitar interpretaciones de parte o simplemente erradas. Eso es el Magisterio de la Iglesia: la custodia e interpretación del depósito de la fe, como lo llama muy adecuadamente san Pablo. El cristianismo no es una «religión del libro», sino la religión de la Palabra de Dios, «no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo», como afirmó san Bernardo.
Volvamos a la pregunta: ¿qué es ser cristiano? Y lo primero que permanece claro es que no somos seguidores de una palabra muerta, sino discípulos del Dios vivo, que por obra del Espíritu Santo son identificados con ese Verbo encarnado, con Cristo, para ser y actuar como hijos de Dios. Escribe san Pablo a los romanos: «los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios». Y poco más adelante añade que la creación espera ansiosa la manifestación de los hijos de Dios. Esto puede no entenderse o no creerse por carecer del don de la fe, pero un cristiano es otro Cristo -un hijo de Dios en Cristo por la fuerza del Espíritu- al que toda la creación espera con dolores de parto -dice gráficamente el Apóstol- hasta ver a Cristo formado y actuando en cada uno, para que, sin complejos, viva con la mayor honradez posible lo que en verdad es, algo no realizable sin la gracia de Dios y sin la libertad humana.
Con esta fuerte razón teológica, afirmó el fundador del Opus Dei: «el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima». Ahí radica la identidad cristiana y de ahí deriva nuestro comportamiento apropiado. El mismo san Josemaría indicaba en una entrevista -recogida en «Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer»- que esa verdad de ser hijo de Dios en Cristo ha de penetrar la vida entera, ha de dar sentido al trabajo, al descanso, a la amistad, a la diversión, a todo. «No podemos ser hijos de Dios sólo a ratos, aunque haya unos momentos dedicados a considerarlo, a penetrarnos de ese sentido de nuestra filiación divina, que es la médula de la piedad». Conocer la verdad no quita libertad, la da. La libertad se pierde en la ignorancia.
Si volvemos a las consideraciones iniciales, comprenderemos que no tiene sentido vivir un catolicismo acomplejado; en todo caso, hemos de moderar el buen complejo de superioridad nacido de lo que realmente somos. Pero no por sentirnos más que nadie, sino por experimentar con sencillez la fuerza de saberse y ser hijo del Padre nuestro que está en los cielos, por la identificación con Cristo operada por el Espíritu Santo, cosa que no sucede de ningún modo mágico: se adquiere por el bautismo, se refuerza en la confirmación, se rehace en la confesión sacramental, se alimenta con la Eucaristía, se vive con las luces y el empuje de la oración, y requiere lucha, empeño constante para vivirlo en todo momento. «Hay que ser conscientes de esa raíz divina, que está injertada en nuestra vida, y actuar en consecuencia» (Es Cristo que pasa, n. 60). (Pablo Cabellos Llorente).
Un saludo.
El cristianismo no es una «religión del libro», sino la religión de la Palabra de Dios, «no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo», como afirmó san Bernardo.
Ruego disculpas por titular negativamente. Sólo es un intento de recabar la atención del lector. Es negativo, pero existe hoy día un catolicismo vergonzante, poco valiente, trufado de relativismo, deslumbrado por la ciencia experimental que en ocasiones sólo es base de una teoría no demostrada; dudoso de si trata de vivir algo bueno pero aburridísimo; y arrinconado por un laicismo rampante y viejo, aunque expuesto como dogma imprescindible para la convivencia democrática. Algunos han logrado que en bastantes ambientes no se mencione a Dios ni para despedirse, ni se hable de las preguntas fundamentales en torno al hombre -de dónde vengo, adónde voy, el más allá, la muerte, el sentido de la vida-; muchos se han convencido con el pensamiento de que el cristiano no debe imponer sus ideas -cosa bien cierta-, pero aceptan como obligatorias las anticristianas, que acabamos viendo como lo moderno. Desean ser razonables, pero esconden a Dios o lo pretenden con cabida en sus mentes y actuando como ellos decidan. Nos citan a Galileo y nos callan.
Es imposible abarcar lo que nos acompleja; lo escrito anteriormente son unas pinceladas de lo que podríamos llamar el secuestro de Dios incluso en las mentes y vidas cristianas. Somos prisioneros de unos tópicos bien manejados y con algún fundamento en comportamientos inadecuados para un seguidor de Cristo, pero que en modo alguno invalidan su doctrina ni modo de ser. Podríamos preguntarnos qué es ser católico y cómo se debe mostrar; ir a buscar nuestra quintaesencia y no quitarle ni un pelo por más que seamos débiles. Frágiles, sí, pero sabiendo lo que somos y lo que hemos de vivir, aunque hayamos de rectificar en muchas ocasiones.
Como es sabido, las fuentes de lo revelado por Dios al hombre -ahí se contiene lo que somos- son la Sagrada Escritura y la Tradición custodiadas por el Magisterio de la Iglesia. Lo que Dios ha manifestado de Sí mismo, del hombre y de su destino está en esos dos manantiales, con el natural cuidado de la Providencia para evitar interpretaciones de parte o simplemente erradas. Eso es el Magisterio de la Iglesia: la custodia e interpretación del depósito de la fe, como lo llama muy adecuadamente san Pablo. El cristianismo no es una «religión del libro», sino la religión de la Palabra de Dios, «no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo», como afirmó san Bernardo.
Volvamos a la pregunta: ¿qué es ser cristiano? Y lo primero que permanece claro es que no somos seguidores de una palabra muerta, sino discípulos del Dios vivo, que por obra del Espíritu Santo son identificados con ese Verbo encarnado, con Cristo, para ser y actuar como hijos de Dios. Escribe san Pablo a los romanos: «los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios». Y poco más adelante añade que la creación espera ansiosa la manifestación de los hijos de Dios. Esto puede no entenderse o no creerse por carecer del don de la fe, pero un cristiano es otro Cristo -un hijo de Dios en Cristo por la fuerza del Espíritu- al que toda la creación espera con dolores de parto -dice gráficamente el Apóstol- hasta ver a Cristo formado y actuando en cada uno, para que, sin complejos, viva con la mayor honradez posible lo que en verdad es, algo no realizable sin la gracia de Dios y sin la libertad humana.
Con esta fuerte razón teológica, afirmó el fundador del Opus Dei: «el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima». Ahí radica la identidad cristiana y de ahí deriva nuestro comportamiento apropiado. El mismo san Josemaría indicaba en una entrevista -recogida en «Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer»- que esa verdad de ser hijo de Dios en Cristo ha de penetrar la vida entera, ha de dar sentido al trabajo, al descanso, a la amistad, a la diversión, a todo. «No podemos ser hijos de Dios sólo a ratos, aunque haya unos momentos dedicados a considerarlo, a penetrarnos de ese sentido de nuestra filiación divina, que es la médula de la piedad». Conocer la verdad no quita libertad, la da. La libertad se pierde en la ignorancia.
Si volvemos a las consideraciones iniciales, comprenderemos que no tiene sentido vivir un catolicismo acomplejado; en todo caso, hemos de moderar el buen complejo de superioridad nacido de lo que realmente somos. Pero no por sentirnos más que nadie, sino por experimentar con sencillez la fuerza de saberse y ser hijo del Padre nuestro que está en los cielos, por la identificación con Cristo operada por el Espíritu Santo, cosa que no sucede de ningún modo mágico: se adquiere por el bautismo, se refuerza en la confirmación, se rehace en la confesión sacramental, se alimenta con la Eucaristía, se vive con las luces y el empuje de la oración, y requiere lucha, empeño constante para vivirlo en todo momento. «Hay que ser conscientes de esa raíz divina, que está injertada en nuestra vida, y actuar en consecuencia» (Es Cristo que pasa, n. 60). (Pablo Cabellos Llorente).
Un saludo.
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