El sábado pasado regresaba a casa después de una jornada normal e intensa de trabajo. Cuando esperaba que el semáforo se pusiera verde escuché a mi espalda unos gritos, voces de tono femenino, pero fuertes y agudas. Me volví y me encontré con un grupo de jóvenes (no más de 13-15 años) que se notaba iban de movida o de botellón. Me resisto a describir la pinta que llevaban (y no escribo la palabra pinta con todo despectivo), porque realmente me dio pena.
No estamos todavía en verano, pero la forma de vestir que llevaban la 2 ó 3 chicas era llamativa por lo provocativa y falta de pudor (espero que se entienda esa palabra). Te aseguro que no eran más atractivas por el modo de vestir aunque provocaban las miradas, sino que realmente daban pena. Estaban gritando y mucho para llamar la atención, no se si a sus amigos o a los que íbamos por la calle. Me pareció que más que llamar la atención, convocaban con su presencia y voces a la gente, eran como vendedoras de su jolgorio y su deseo de divertirse, o –y perdona la frase- exponían sus deseos de ser contempladas como mercancía que se vende y se compra.
Miré a la cara a una de ellas. Iba llena de pintura, pero aun así se distinguían sus rasgos femeninos atractivos, pero infantiles (tendría 12 ó 13 años). Intenté pensar qué pensaba ella en esos momentos, qué deseos y razones para estar ahí y de ese modo podría tener, y no acerté a llegar a una conclusión, sino que me embargó la tristeza al ver aquella alma joven –casi niña- en la que latía la semilla de Dios (a su imagen y semejanza) expuesta al mercado de quienes podrían infravalorar su dignidad.
Por la noche me llamó un buen amigo que vive lejos y llevaba tiempo pidiendo encontrar una chica con la que pudiera formar una familia. Me contó que estaba muy contento porque por fin había conocido a una chica que no se le ofreció de primeras irse con él a su casa “a pasar la noche”, como hasta ahora le habían ofrecido otras, sino que simplemente salieron juntos en varias ocasiones. Había visto en sus ojos y en su alma la belleza de Dios, el esplendor de la Verdad que realmente atrae me decía. Estaba cada vez más convencido de su “química” y amor a esa persona, por que lo que más le convencía es que le llevaba a Dios.
Volví a convencerme de que tenemos mucho que hacer, pues en todos los jóvenes late la semilla de Dios, y tenemos que llegar a tiempo para ayudarles a que la descubran, antes de que otros la destruyan.
Un saludo.
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